martes, 10 de noviembre de 2009

20 años del fin del Muro de Berlín


Ciencia y humanismo han de ser un brazo y no un muro que separa razón y sentimiento.


Pablo Picasso

Pues sí, puedo decir que yo me acuerdo del muro de Berlín. Mis recuerdos datan de dos momentos  y circunstancias diferentes: El día que inició su construcción y el año en que fue derribado.


Era el 13 de agosto de 1961 y yo tenía unos 4 años cuando dieron la noticia por la TV de que en una ciudad alemana se estaba iniciando la construcción de un muro. Me llamó la atención que quisieran dividir a una ciudad en dos con una pared, pero lo que más me impactó fue ver en la pantalla de nuestra televisión marca Emerson (a forzoso ByN) la cara de algunos Berlineses llorando. Pregunté a mis papás cual era el motivo de su llanto y ellos me respondieron que estaban separando a la gente, a las familias y que lloraban porque pensaban que jamás volverían a ver a sus familiares que habían quedado del otro lado.


Sí me impresionó y lloré solo de imaginarme el dolor de los niños que serían separados de sus padres por obra de unos locos desquiciados. Ese recuerdo de angustia y tristeza me acompañó muchos años y sólo mucho después entendí que la intolerancia política era la causa de ese absurdo.


El siguiente recuerdo que guardo fue el haber cruzado ese muro en marzo de 1989, unos meses antes de que fuese derrumbado. Una misión sindical me llevó a Berlín intentando recuperar una relación entre la infame UISTE (Unión Internacional de Sindicatos de Trabajadores de la Energía), de corte izquierdista, con el sindicato al que pertenecía en ese entonces, el SUTIN (Sindicato Único de Trabajadores de la Industria Nuclear). Narro brevemente los dos mundos que ví en esa ocasión.


Llegué a Berlín Occidental por tren desde Frankfurt y me hospedé allí una noche. El plan era cruzar caminando, pues aunque uno podía llegar en tren hasta Berlín Oriental, el boleto era demasiado caro, incluso más caro que si consideraba pasar una noche en el lado Occidental.


Mi primera impresión fue que Berlín del Oeste era una típica ciudad alemana con sus altas y bajas, un poco sucia, pero con mucho color y vida. La gente era amable y me trató con suficiente calidez (no obstante no saber su idioma, excepto para pedir comida y agua: hamburger mit pomme frit, mit wasser). Mi experiencia previa con alemanes en Alemania era que no veían con muy muy buenos ojos a gente hablándoles en inglés (o en español), pues unos 15 años antes había visitado Bonn para ver la casa de mi muy admirado Ludwig Van.


Así que al día siguiente me encaminé con mi maleta en mano hacia el Check Point Charlie (ver mapa al final de la entrada), pues era el único acceso para extranjeros, para cruzar el infame muro, hacia el lado oriental. Tuve la oportunidad de contemplar parte de este icono de la intolerancia por espacio de un par de kilómetros hasta que llegué al punto de cruce.


Pasaporte e invitación en mano me aposté en la caseta de vigilancia. Un guardia de rostro cerúleo revisó mis documentos y me preguntó el motivo de mi visita, en un español bastante champurrado, así que le pedí que mejor me hablara en inglés. Hecho lo anterior me indicó que sólo podría hospedarme en alguno de dos hoteles en la ciudad dedicados a extranjeros, el Grand Hotel y otro (cuyo nombre no recuerdo).


Una vez cruzado este punto, el panorama cambió drásticamente. La parte oriental de Berlín era limpia, muy limpia. Tan limpia que carecía de color. Todo era de un tono entre amarillo deslavado y gris claro; casas, calles, autobuses, edificios, tiendas, etc. La falta de anuncios  comerciales era mucho más que notable. También se podía notar la ausencia de malvivientes, cosa que en el lado occidental era parte del paisaje. No había perros, ni siquiera delante de una cadena tirada por algún dueño. Todo lo relacionado con tecnología, desde autos hasta radios tenían un estilo peculiar; entre anticuado y rudo.


Tuve que tomar un autobús para llegar al Grand Hotel. Aquí lo notable era el olor de la gente. Yo y mi mal olfato pudimos notar que la gente no usaba desodorante. Y se le notaba triste, ensimismada, casi como autómata.


Ya no se veían aquellos rostros con lágrimas en los ojos por la separación de sus familiares. Esperaba ver y revivir esos rostros que a través de la TV se habían fijado en mi mente 28 años antes. Pero eso sólo era un recuerdo. La gente aquí en Berlín oriental no lloraba, pero tampoco sonreía; no se quejaba, pero tampoco hablaba.


Fue sólo un par de días en Berlín del Este lo que me llevó a entender lo injusto de este forzoso aislamiento. No debería haber este nivel de intolerancia acicateada por el poder.

¿Era necesario separar a la gente sólo por su régimen de gobierno? ¿Resolvió algo obligar a la mitad de la población alemana a vivir bajo un régimen socialista sólo porque habían perdido la guerra? No lo creo. Más bien sirvió para sostener un sistema que en teoría podía ser bueno, pero que en la práctica sólo podía ser sostenido mediante el totalitarismo.



Por esto que viví y atestigüé desde el mismo proscenio de los eventos, la noticia de que el 9 de noviembre de ese año el muro ignominioso era derribado por miles de Berlineses me llenó de alegría y exorcizó algunos de mis demonios de la infancia. 

El mundo podía volver a soñar en estar unido y en abandonar la intolerancia política.



Imágenes desde Wikipedia

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